2: Cuentacuentos (una más de ellos).

Relatado por Lilioshka Leliv a las 20:10
“Abres la boca, y lo que sale de ella no es un simple sonido.  Es una palabra, la palabra para comenzar la magia y no acabarla jamás.”



¿Dónde me llevaría aquélla elfa con tanta prisa? Eso, me respondí a mi misma,  estaba a punto de averiguarlo.

No sé cuanto tiempo corrí tras ella, mi mente se esforzaba por irse a divagar lejos de mi alcance, y yo intentaba controlarla mientras mis pies iban más y más rápido. Ni me di cuenta cuando me detuve junto a mi guía, sin la menor muestra de cansancio. Ahora que lo pienso, ese fenómeno no es de extrañar; el aire de Lothlórien es radicalmente distinto al de los otros lugares, allí la fatiga se olvida junto con el resto de los males humanos.

Cuando por fin me pude concentrar, logré observar con detención el lugar al cual Merilnen me había llevado. Ante nosotras se divisaba un pequeño claro, rodeado de árboles de hojas amarillas que yo desconocía (nunca he sido muy ducha reconociendo tipos de vegetación, sobretodo si se trata de la Tierra Media). Una pequeña agrupación de elfos se congregaba allí, y al parecer, con fines meramente lúdicos, a juzgar por las sonrisas y tonos alegres de los presentes. Se hallaban todos sentados en un perfecto círculo, y en el centro habían algunas canastas de frutas y jarros con agua fresca. Yo, confundida por toparme con una reunión de ese tipo y sin saber qué papel jugaría yo allí, le pregunté a Merilnen de qué se trataba todo eso.

- Aquí nos reunimos cuando queremos charlar, cantar y contar historias – me respondió, y con una sonrisa enigmática, me tomó de la mano y agregó-: ¡Ven, vamos!

Al acercarnos al grupo, varios rostros élficos se voltearon para observarnos, y noté ciertos tintes de sorpresa en ellos al posar sus miradas en mí; pero esa sorpresa se transformó en alegría, y rápidamente abrieron el círculo para que Merilnen y yo nos sentáramos y formásemos parte de la reunión. Nadie pronunció una sola palabra desde que notaron nuestra presencia, parecían esperar que alguna cosa sucediera.  Yo, ciertamente un poco incómoda, me dediqué a observar a cada uno de los elfos presentes; sus cabelleras relucientes, sus figuras esbeltas, sus sonrisas francas.  Y no pude dejar de fijarme en la doncella castaña de vestiduras verde pálido que, estando al norte del círculo, comenzó a hablar suavemente dando por terminado el momento de silencio y espera. Al segundo comprendí que ella parecía presidir esas congregaciones,  y sin más, me presté a escucharla, ya que debido a que me hallaba allí, se había tomado la molestia de hablar en la lengua común, y ningún elfo había formulado quejas al respecto.

– Bienvenidos al Círculo Quentaro (1) – dijo la doncella elfa, con una sonrisa leve –. Bienvenidos aquellos que han participado por siglos en esta reunión, y también a los que se nos unen por vez primera – al decir esto último, fijó brevemente su mirada en mi rostro, algo sonrojado. Luego miró a Merilnen, ya con una sonrisa completamente abierta, y la elfa a mi lado hizo un gesto de asentimiento. La elfa de cabellos castaños (no estaba tan cerca de mí como para dar una gran descripción de ella todavía) desvió los ojos hacia el resto de la concurrencia, y continuó hablando, con una voz muy dulce y frágil, como de brisa acariciando las flores, pero con el suficiente poder para acaparar la atención de cualquiera que la oyese –. Primero que todo, elevemos nuestros pensamientos hacia Eru Ilúvatar y permitamos que su música creadora penetre en nosotros y nos ilumine esta tarde de otoño naciente. Que nuestros labios dejen salir las bellas palabras con facilidad, y que nuestros instrumentos sean afinados por el hálito de Manwë, sagrado Valar Supremo, potestad del viento, gran amante de los sonidos del mundo. Que cada uno de nosotros pueda dar y recibir algo a cambio, que cada uno de nosotros viva otro día en paz, antes de partir hacia lo imperecedero.

Yo cerré los ojos para concentrarme mejor en las palabras de la dama anfitriona, y no pude evitar emocionarme ante sus palabras. Esa era la clase de oraciones que solía dedicar a la naturaleza cuando mi alma así lo requería, y descubrir que yo estaba siguiendo una costumbre élfica de milenios de antigüedad me alegraba bastante. En mi fuero interno, repetí todo lo dicho, y agradecí poder encontrarme en ese lugar, en ese viaje iniciático por una tierra tan conocida como desconocida, y sobre todo, el hecho de ser recibida sin cuestionamiento alguno. Por un momento, dejé las dudas y las penas de lado, y me dispuse a disfrutar la jornada lo mejor posible, con la hermosa gente y sus rituales.

Cuando por fin abrí mis ojos, me di cuenta que Merilnen y todo el resto de los elfos  me observaban con curiosidad, para luego echarse a reír de forma dulce (y creo yo, comprensiva).
Luego de que mi rostro volviese del rojo intenso a su tonalidad original, dos doncellas silvanas entraron al centro del círculo, y comenzaron a repartir alimentos y agua en nombre de Yavanna y Ulmo.  Había suficiente para todos, y cuando las elfas se sentaron, la dama de voz dulce volvió a tomar la palabra.

– Muy bien, amigos y amigas, ¿quién nos deleitará con la primera historia?

Los elfos sonrieron entre sí, y uno de ellos, de cabello trenzado y vestiduras marrones, le contestó:

– Lo más indicado es que comiences tú, Nimloth, como en todas las ocasiones.

El grupo entero asintió, y Nimloth, que era así como se llamaba nuestra anfitriona, volvió a sonreír, para luego volver a mirarme con ojos gentiles.

– ¿Y no sería también indicado que nuestra invitada de honor abriese el círculo Quentaro con alguna historia que no conozcamos? – pronunció ella, con un tono afable. Yo seguramente abrí los ojos como platos, porque varios prorrumpieron en risas (otra vez), y Merilnen me dio un golpecito suave en la espalda, como animándome a decir algo.

Pensar antes de hablar”, fue lo que me dije antes de soltar algún tartamudeo tímido. Pensé en ofrecerle mi turno a la dama Nimloth, a Merilnen o a algún otro elfo simpático, pero luego decidí que sería un craso error. Soy buena para leer y escribir historias, pero nunca me había visto en tamaña situación, de contar alguna cosa... ¡y menos entre seres, al parecer, tan doctos en el tema! Al notar la mirada expectante del grupo, me apresuré en darle un clic a mis archivos mentales, y buscar alguna historia que me gustase y que además, fuese apropiada para el momento y el lugar. Se me ocurrieron varias alternativas, pero creo que la que más me sedujo fue la increíble historia de Alicia en el País de las Maravillas. Ni se me pasó por la mente el hecho de que a los elfos este cuento podría resultarles incomprensible, pero tampoco es que creyese que tendría su completa aceptación. Cerré la sección de “Historias, poemas y escrituras mágicas”, una de las tantas en mi archivero monumental, y partí con la historia, sin dejar de notar el temblor en mi voz.

– Esta historia me la contó mi madre una vez, hace muchísimo tiempo – sonreí para mis adentros al pensar que ese “muchísimo tiempo” apenas representaba unos segundos de vida para el pueblo élfico –, y trata de lo que le sucedió a una pequeña e imaginativa niña llamada Alicia, en un país lejano y lleno de magia… 

Noté como los elfos se mostraban más interesados en lo que yo contaba; las palabras “niña”, “aventuras” y “magia” lograban hacer mella en ellos. Dado que se concentraban con facilidad, eso me permitía hacer lo mismo también, y relajarme un poco más. A medida que avanzaba en el relato, la curiosidad se pintaba en sus bellos rostros. ¿Un conejo parlante? ¿Qué era un reloj? ¿Comida y bebida con el poder de cambiar el tamaño de la gente? Me dieron ganas de reírme por un buen rato de aquella situación. Si bien me había costado imaginar que alguna vez me hallaría entre semejantes seres, ¡jamás se me hubiese pasado por la cabeza llegar a tal punto de estar contándoles un cuento de Lewis Carrol! No, ellos no entendían mucho que estaban oyendo, pero parecían divertidos. Merilnen se removía un poco a mi lado, como si tuviese muchas dudas que quisiese resolver en el acto, pero su forma de ser lo impedía. Había que escuchar sin interrupciones hasta el final. En ese momento recordé a mi amiga Katterine, la novia de mi hermano. Uff, cuando le cuente esto, no lo va a poder creer. Ella amaba esa historia.

Del encuentro con la Oruga (pensar en el hongo en que vivía me dio hambre) pasé rápidamente al sonriente Gato de Cheshire, y a la merienda de locos de la Liebre de Marzo, el Sombrerero Loco y el Lirón. No sé cuanto tiempo estuve hablando y hablando, debo reconocer que jamás me había entretenido tanto durante mi estadía en Lórien. Fui feliz por varias horas, creo, porque la historia de Alicia se asimilaba un poco a la mía y a la de algunas personas que yo conocía. Pensar en todo aquello me ponía contenta, pero al finalizar, me dio un poco de miedo. Ningún elfo formuló pregunta alguna. Ni siquiera sonreían. Estaban pasmados. Al fin, fue Nimloth quien rompió el silencio una vez más, y me dedicó una sonrisa tranquilizadora.

– Muy buena historia, Lilith – me dijo, y yo suspiré aliviada –. Pero me produce mucha curiosidad. ¿Quisieras hablarme un poco más de ella, cuando la reunión termine?

Ahora me llegó a mí el turno de pasmarme. No veía razón para que una elfa se interesara en el país de las Maravillas, siendo su propio país aún mejor. Aún así, asentí a su pedido, y ella rápidamente comenzó otra historia, sin darle tiempo a sus compañeros de opinar de la mía. Bueno, no es que estuvieran muy interesados, ¿o sí? Cogí un fruto de mi pequeña canasta (era parecido a una manzana, pero no estoy segura... ¿los elfos cultivaban manzanas?), y me dediqué a ser una mera espectadora.

Escuché mitos y leyendas de edades antiguas, cánticos y oraciones a los Valar, poemas larguísimos acompañados por arpas y flautas. Y todo me emocionaba al punto de querer llorar de felicidad. ¡Eso era la Tierra Media! ¡No importaba cuántas edades hubiesen pasado, su esencia era la misma! Pronto todos se levantaron, y al son de una música suave, comenzaron el ritual de la danza. El círculo se abrió y se extendió, y los vaporosos vestidos de las doncellas se mezclaban entre sí, creando un lazo especial. Los elfos también danzaban, y lo hacían de forma maravillosa, como si fuesen una rama moviéndose al viento, o el mismo viento, agitando y apaciguando las extremidades de sus compañeras, las flores y los árboles que los rodeaban. Yo observaba todo esto desde una esquina del claro, sintiéndome para variar como una intrusa, y a la vez, alucinando con el espectáculo que de ninguna manera hubiese querido arruinar.  Pero de algún lado salió Merilnen, quién tirando suavemente de mi brazo derecho, me llevó al centro del claro, donde anteriormente habíamos formado el círculo Quentaro. No me dijo nada, sólo soltó mi brazo y me dejó en libertad para que me moviese en conjunto con la magia del lugar. Creo que no necesité nada más. Generalmente, mi rutina diaria la conformaba a pasitos de baile, o la “meduseaba”, como era que llamaba a aquella danza desenfrenada, libre y creativa que surgía a cada instante, tanto con mi música favorita como con los sonidos del mundo (los pajaritos, el cri–cri de los grillos, los colgantes de bambú entrechocándose…) Esa era mi forma de moverme por la calle, por la casa, por los sueños, pero eso era allá, en la otra dimensión. ¿Cómo debía moverme aquí, cómo debía ser?

Lo intenté. Intenté ser aquí como soy allá, y me sentí explotar de felicidad, como cuando descubrí la manera de vivir en mi mundo cotidiano o como cuando me quité los lentes imaginarios de mis ojos miedosos de ver. Era una sensación que no venía a mi desde hace mucho, y era muy parecida a las mariposas que se sienten en el estómago cuando una se enamora. Vi flotar mi vestido blanco alrededor de mí, cubriéndome y descubriéndome a la vez, y me dejé llevar por la música. No era Yann Tiersen, ni tampoco una alegre danza celta. No se podía comparar, ni tampoco resistir. Lo último que se me ocurrió antes de dejar la mente volar, fue que si alguien miraba desde el exterior nuestra danza, no distinguiría a una mujer humana entre todos esos elfos. En ese instante no existían diferencias. Éramos todos iguales ante los ojos de Elbereth.

Y precisamente, cuando los ojos de la Dama de las Estrellas comenzaron a abrirse y salpicar el firmamento, el ritual llegó a su fin. Volví a sentir manos suaves tirando de mí, desde el cielo a la tierra, y llevándome lejos del círculo, como si aún flotara. No escuché más flautas ni voces, no escuché murmullos ni pisadas. De repente todo se volvió silencio, e instantáneamente me hallé recostada en un mullido colchón de hojas, y en el interior de un flet. Junto a Nimloth.

– No te preocupes – se apresuró en decirme la elfa, al ver mi expresión de sorpresa –. Te encontrarás bien aquí. La Dama Galadriel desea que te quedes conmigo unos días.

– ¿E–en serio? – le pregunté tímidamente, aunque mi pregunta era otra: ¿Por qué? Ella pareció entenderme.

– Sólo me pidió eso, y creo que es suficiente, ¿no? La señora de los Galadhrim hace bien en ser misteriosa – me respondió Nimloth, mientras me acercaba un jarrón con agua y un delicado cáliz–. Bebe, debes tener mucha sed después de haber danzado tantas horas seguidas.

– ¿Y la dama Merilnen?

– Pronto la volverás a ver, cuando no esté asistiendo a la Señora.

Sin decir nada más, bebí del agua fresca que me había ofrecido, hasta saciarme. Yo sabía lo relativo que podía ser el tiempo, sobre todo en este tipo de actividades. Pero lo que realmente me dejaba asombrada, era el hecho de haber “meduseado” entre elfos. Otra cosa más que ni siquiera me había preocupado de imaginar. Nimloth tomó el jarro vacío, y mientras ponía pan y frutas en un cuenco, yo la observé, admirada. Su silueta espigada se movía a la luz de las velas, y su cabellera castaña lanzaba destellos hacia el cielo raso. Cuando volvió junto a mí, percibí que era muy hermosa, y en sus ojos almendrados se mezclaban continuamente la alegría y la nostalgia de siglos y siglos de vida.  Ella me miró directo a los ojos, y supe que trataba de saber mis preguntas, mis pensamientos, mis emociones, mi vida completa. Ni siquiera Merilnen había hecho gala de tanta curiosidad.

– Cada vez que podemos, creamos el Círculo Quentaro, en honor a Eru Ilúvatar y los Valar. Nos deleita contar historias, oír música y danzar. Ser uno con la Naturaleza – me explicó, acertando a mi primera pregunta –. Es una costumbre sagrada que fue olvidada por siglos, pero que ahora hemos retomado en estos nuevos tiempos.

– Merilnen me dijo que nos encontrábamos en el primer año de la Cuarta Edad y...

– Sí, pero no me corresponde a mí hablarte de eso – me interrumpió la elfa, con toda la amabilidad que le era posible, y dándome a entender que algo sabía de los procedimientos de Galadriel.

– Está bien – me limité a decir, aunque por dentro no aguantaba más la curiosidad. ¿Qué estaba sucediendo?  

– Sin embargo, podemos conocernos mutuamente – me dijo ella, y sus ojos brillaron aún más. Yo bostecé, sin querer, y su mirada pareció apagarse un instante –. Pero eso mañana, estás agotada. Recuéstate otra vez e intenta dormir.

Quise quejarme, pero mi cuerpo me lo impidió. Por muy noctámbula que fuese en mi realidad, aquí debía descansar. Descansar la mente, sobre todo. De un golpe todas mis dudas volvieron a despertar a la bestia interna, y eso amenizado con la preocupación que sentía por mi familia en el otro lado, no era nada bueno. No paraba de preguntarme qué estarían pensando...

Alassëa lómë (2) – me susurró la bella doncella, antes de salir a lo que yo suponía un paseo nocturno.



– Nimloth es como mi pueblo me llama, más no soy la única que lleva tal nombre. Hubo otra, la gran Nimloth, esposa de Dior Eluchíl, el único hijo de Lúthien Tinúviel y Beren Erchamion; la Flor Blanca de Doriath, la llamaban, hasta que Menegroth fue saqueado y destruido, y ella asesinada junto con su esposo el rey. Tan sólo a través de Elwing, su hija menor, nos ha llegado su dulce legado.

Nos hallábamos sentadas en el pasto suave, al borde del arroyuelo más cercano al flet de Nimloth. Yo la escuchaba atenta, mientras ella con hábiles dedos trabajaba en una corona de niphredil, y Merilnen a nuestro lado jugueteaba con el agua y los pajarillos. La doncella de Galadriel había llegado muy temprano en la mañana, con la noticia de que se quedaría con nosotras un par de días. Yo intentaba no sentirme como un monstruo ante sus presencias tan embelesadoras; ambas elfas parecían guardar toda la luz de las estrellas en sus rostros, y se movían de forma tan etérea que me hacían sentir como un saco de papas, demasiado pesada y torpe. Pero dejando eso de lado, nada más me molestaba. En realidad, no sé si me molestaba tanto. Me encantaba oírlas hablar, cantar y reír; cada vez que escuchaba sus voces, éstas lograban atraparme de un modo sobrenatural. Y aunque la historia de la Nimloth de la Primera Edad yo ya la conocía, conocerla por medio de una nueva Nimloth me intrigaba sobremanera.

– Un dulce legado que sólo tú has heredado, querida hermana – le dijo Merilnen, con una sonrisa –. Nadie sabe contar historias como tú lo haces, y el arpa en tus manos cobra vida de una manera increíble.

– Merilnen y yo somos amigas de toda la vida – me explicó Nimloth al ver mi cara de desconcierto ante la palabra “hermana” –. Nos conocimos en el palacio de Galadriel, al ser yo adoptada por la Dama luego de la partida de mi madre a los Puertos. A partir de ese entonces, hemos sido inseparables.

Merilnen y ella se miraron con cariño, y luego prosiguieron con lo que estaban haciendo. En ese instante, ambas parecían no tener ninguna diferencia, y me preguntaba… ¿cuáles eran los orígenes de Nimloth? Yo sabía que Merilnen descendía de los Sindar a través de su padre, un noble de Rivendel, y me imaginaba que tal vez su hermana del alma también podía provenir de ellos. No parecía silvana en absoluto. 

– ¿Por qué tu madre se fue? – le pregunté, sintiéndome muy indiscreta.

– Mi padre fue asesinado en un ataque de orcos, y ella no aguantó la vida sin él. Es el lado amargo del amor – me respondió con un tono triste. Dejó la corona en el césped, terminada y hermosa, y se puso a juguetear con una pequeña flor blanca que pendía de su cuello mediante una cadenita de plata.

Sí, era una de las típicas y angustiosas historias que poblaban el pasado de la Tierra Media. Y en el caso de los elfos, era aún más terrible. Ellos amaban una sola vez en la vida, y cuando su compañero moría, la longevidad parecía ser un castigo de Eru. Se marchitaban lentamente, dejaban de cantar, de vagar y de pensar, para finalmente morir de pena o tomar el camino hacia Valinor, donde tal vez encontrarían la paz y el amor nuevamente. Recordé brevemente a Arwen Undómiel, quién después de la muerte de Aragorn, no tendría elección alguna y moriría en soledad, allí mismo donde nos encontrábamos, en el maravilloso país de Lórien. Bajé la vista al suelo, un poco apenada.

– No te preocupes, pequeña dama, eso ocurrió hace casi 3000 años atrás – me susurró Nimloth, levantando la corona de niphredil del suelo y depositándola sobre mi cabeza –. Y aunque las penas son inolvidables, también existen las alegrías y eso hace la vida mucho más aceptable, ¿no crees?

– Soy de la misma opinión – le dije, agradecida por su regalo –.Varios me consideran una persona alegre, prefiero reír antes que llorar, aunque el llanto es la única manera en la que puedo liberarme de los pesares.

– Se nota en tu rostro – comentó Merilnen, dejando de imitar el trino de las aves –. Tu espíritu es puro y tienes un corazón gentil, esa es tu mayor fortaleza y a la vez, tu debilidad. Ahora mismo puedo ver como tu alma está partida en dos…

Abrí la boca, atónita, y la volví a cerrar, confusa. Ambas elfas notaron mi extrema incomodidad, y guardaron silencio hasta que recuperé la compostura. Me sentía demasiado vulnerable…

– Háblame de Alicia – sugirió Nimloth, luego de un rato, con su característica curiosidad que yo entendía como la ansiedad de una cuentacuentos consumada.

– Hablar de Alicia sería como hablar de mi propia vida – le respondí, pensando en mí y en todos mis amigos locos de remate.

– ¿Vives en el País de las Maravillas? – me preguntó Merilnen, acercándose un poco más a mí.

– Podría decirse que sí – al decir esto, no pude evitar sonreír.

La Dama Galadriel te ha traído hasta nosotras con un fin, estoy segura, pero... ¿por qué? ¿Cómo es que se han conocido? ¿Cómo es tu mundo, pequeña dama?

– Demasiadas preguntas, Merilnen, la Dama hace bien en guardar secretos – dijo Nimloth, otra vez demostrando que sabía cosas de las que ni siquiera Merilnen estaba enterada.

– Secretos que no tardarán en ser revelados – murmuró la elfa de ojos grisáceos, y yo la observé, tratando de sonsacarle algo, pero permaneció en silencio. Ella sólo había hecho una suposición.

Y así estuvimos un par de días, vagando por el Bosque de Oro mientras yo les contaba historias de mi hogar, de las diversas aventuras que viví con mis amigos, del país de las Maravillas y sus habitantes, su magia y sus distinciones. Me sentía feliz al reconocer que aunque no era tan bella como la Tierra Media, mi tierra podía ser igual de interesante. Claramente no les hablé de los problemas medioambientales, ni de la globalización, ni de las guerras. Tampoco mencioné el desastre que había sido mi vida en los últimos meses. Merilnen y Nimloth me escuchaban con asombro y respeto, y ésta última intentaba versificar algunas de mis anécdotas y recuerdos particulares, en conjunto con las notas del arpa. Les hablaba de los seres humanos y lo que eran capaces de hacer, de sus diferencias con los humanos de la Tierra Media (mucho más parecidos a los elfos de lo que en realidad estimaban), de sus procesos, y sobre todo, del Amor.

– Si tus amigos te aman tanto como dices, entonces no creerán que estás muerta – me tranquilizaba Merilnen un día, mientras atardecía –. El Amor crea conexiones.

– Aún así, no saben donde estoy. Me hubiese gustado que todos viniéramos.

– Cada uno tiene reservado en su vida un viaje similar, querida Lilith. Y piensa que todo lo que ustedes han vivido, es el inicio de una travesía en conjunto. Nada se acaba, ni siquiera la vida.

Merilnen y Nimloth, una Guardiana y Protectora Real, y la otra también Guardiana, de los ritos y el arte élfico. Ninguna me daba a conocer en detalle acerca de sus vidas, es más, eran bastante escuetas al respecto; pero si se trataba de aconsejarme y llevarme un poquito de luz al alma, me abrían su corazón al instante. Eran distintas, sí, pero quizás eso se daba porque eran aún muy jóvenes para su pueblo. Yo ni siquiera percibía el paso de los días junto a ellas, y eso que Merilnen se quedó mucho más tiempo del que pretendía. Al darme cuenta del detalle, presentí que una etapa de mi estadía terminaba allí, esa tarde crepuscularia de inicios de septiembre. Y ellas lo sabían, pero no me dijeron nada. Sólo esperaron a que anocheciera, para que la brisa de la Luna trajese consigo a la Señora de Lórinand, envuelta en su velo áureo de luz estelar. No me sobresalté cuando la vi, pero me picó la nostalgia al entender que ya no me quedaría otro día más en el flet de Nimloth. Y también, por supuesto, sentí mucha curiosidad. ¿Había venido a buscarme, en realidad? Galadriel sonrió, y extendió sus brazos hacia mí. Yo miré de reojo a mis hermosas amigas, pero ellas estaban pendientes de su señora. Yo me adelanté, pues, con la inquietud royéndome la mente. Una inquietud que Galadriel conocía muy bien.

– Es momento de hablar, hérincë. De situarnos en el tiempo y en el espacio. De determinar un rumbo. Ir a dónde quieras ir, pero con un propósito.

La Dama tomó de mi mano, y lo único que pude hacer antes de que ella me llevase por uno de sus senderos misteriosos, fue despedirme mentalmente de las elfas, que a pesar de todo, me miraban con una sonrisa abierta en el rostro, porque por fin obtendría mis respuestas.


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(1) Círculo Quentaro (quenya) : Círculo Narrador, o de las Narraciones.
(2) Alassëa Lómë (quenya): Buenas noches. 

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